Diego Costa, las ventajas de su vuelta al Atlético Madrid

Durante sus tres años y medio de ausencia, la afición del Atlético de Madrid defendió a capa y espada que Diego Costa era a la entidad rojiblanca lo mismo que Leo Messi al FC Barcelona.

La afirmación no pretendía limitar su alcance a que el delantero centro hispano-brasileño hubiese sido su mejor o más decisivo futbolista, sino a que era el jugador que permitía al equipo de Simeone practicar ese fútbol que le conectó con sus raíces, con su identidad, con su grada y, por supuesto, con la victoria. Bajo su reputada percepción, el Atlético de Madrid sólo podía ser el Atlético de Madrid con Diego Costa en la punta de su ataque. Cualquier otra variante era renunciar a la cima del proyecto.

El designio de Simeone supo mostrarse exitoso siempre que su sistema ofensivo se basó en el reduccionismo más total. Sus grandes victorias contra el Barça dominante, a quien le quitó La Liga 2013/14 en el Camp Nou en la jornada 38 y eliminó de la Champions League hasta en dos ocasiones, se cimentaron en la superioridad aérea que subrayó contra Jordi Alba primero con Raúl García y luego con Saúl Ñíguez; más de la mitad de sus ataques consistieron en un balón largo y aéreo hacia la zona de ellos dos, donde el interior derecho se imponía al lateral zurdo y prolongaba hacia la ruptura de uno de los dos puntas del sempiterno 4-4-2.
Disponer de una acción concreta tan, tan dominante, que extraía ventajas ofensivas vez tras vez, dejaba a Simeone en disposición de defender, o por lo menos de reservar por detrás de la línea del balón, a bloques de siete u ocho hombres, dotándose de esa consistencia y ese equilibrio que aupó sus posibilidades hasta colarlo en la más exclusiva élite de la Copa de Europa. Y enlazando con el párrafo anterior, se comprende el valor de Diego Costa para este Atlético de Madrid.

El implacable goleador es uno de los pocos futbolistas del mundo que goza de la soledad.

Su rendimiento crece a medida que sus acciones reciben un acento más heroico; se trata del delantero ideal para poner en jaque una zaga de cuatro efectivos por sí mismo. A nivel asociativo, no está en el punto de otros –de ahí sus problemas para asentarse en la selección española, en la que su aportación nunca ha sido suficiente como para garantizarse la titularidad-, pero jugando en espacios abiertos (y el Atlético se los da porque le deja solo) no hay un “9” con su agresividad, su amplitud y su resistencia.
Diego Costa busca al lateral izquierdo, al central izquierdo, al central derecho y al lateral derecho; los estudia, descubre sus debilidades, se queda con el más débil y lo martiriza. Sin ayuda, mientras el resto piensa en lo que sucederá tras la pérdida del balón. Y todo ese esfuerzo no resta oxígeno ni a sus piernas ni a su mente para, llegado el momento, delante del portero, definir con frialdad y precisión.

Diego Costa se fue, pero lo que logró el Atlético de Madrid a su lado sembró nuevas obligaciones en el día a día del Vicente Calderón (heredadas, después, por el Metropolitano). Competir La Liga a 38 partidos o luchar por la anhelada Champions League se convirtieron, si no en obligaciones como para el Madrid o el Barcelona, sí en objetivos cuyo incumplimiento generaba decepción.
Y en pos de mantener un caudal ofensivo digno de esas metas pero sin el comodín que significaba Diego Costa, el Cholo se vio forzado a buscar modelos creativos más asociativos que, por tanto, implicaban a más futbolistas en el último tercio del campo y debilitaban su transición ataque-defensa. Fue el principio del decaimiento.

Hasta que el “9” a quien cualquier rojiblanco pondría, en cuanto a valor futbolístico, por encima de fenómenos como Fernando Torres, Kun Agüero o Radamel Falcao, ha regresado al hogar donde más a gusto se siente.

Obviando que Diego Costa se ha reintegrado en la dinámica del grupo con el Atlético de Madrid a nueve puntos del Barça en Liga y eliminado de la Champions League tras no poder vencer ni en la ida ni en la vuelta al modestísimo FK Qarabag de Azerbaiyán, y que tal situación dificulta la motivación del grupo y la obtención de conquistas ligadas a la grandeza, el Atlético de Madrid parece haberse fijado el cometido de volver a jugar como uno de los mejores equipos del planeta. Quizá, con la esperanza de mantener a Antoine Griezmann en sus filas y opositar, quién sabe si por última vez en esta era, a ese primer título continental que su historia y su masa social tanto merecen. Pero a la vez, re-enamorar al crack de Francia puede suponer otro reto difícil.

Griezmann lideró al Atlético de Madrid en el camino hasta la Final de la Champions 2016. Sus goles en cuartos y semifinales supusieron la clasificación y le acreditaron como uno de los jefes del fútbol europeo. Pero lo hizo, al contrario que Costa, a partir de ejercicios más corales que, luego, él centralizaba. Filipe Luis, Koke e incluso Carrasco fueron elementos de cada vez mayor peso en los esquemas y las ideas del colectivo que relanzaban la versión más asociativa de Griezmann, que es aquella desde la que él más disfruta. Determinados déficits de la plantilla, como la precariedad realizadora de sus arietes, le terminaron alejando del juego, acercando, en teoría, al gol y, en la práctica, aburriéndole durante los encuentros, iniciando un descenso en su rendimiento que le llevó incluso a ser pitado por la grada del Metropolitano a finales de 2017.
Estos problemas futbolísticos son resueltos de raíz con la inclusión de Diego Costa, que se peleará con los centrales para que Antoine aparezca entre líneas, pero surgen dos preguntas: ¿Cómo llevará Griezmann que Simeone recalque escenarios tácticos y estilísticos más afines al fútbol de Costa que al suyo propio?

¿Y cómo encajará que la afición no dude ni un suspiro en señalar a Diego sobre él como crack más importante, valorado y, por encima de cualquier otra cuestión, querido?

 

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Fotos de portada y en el artículo ©LaPresse